Comentario
En 1932, Jaspers escribió, con razón, que algo enorme le había ocurrido al hombre contemporáneo: la destrucción del principio de autoridad, una radical desconfianza en la razón, una total disolución de vínculos, que hacían que todo pareciese posible. El resultado era, así, que la incertidumbre y la ansiedad parecían haberse instalado como elementos definidores y principales de la conciencia filosófica europea. En ¿Qué es metafísica? (1929); Heidegger había formulado la pregunta que mejor expresaba la angustia existencial del hombre contemporáneo: ¿por qué existe el ente y no más bien la nada? Su pensamiento, sobre todo en El Ser y el Tiempo (1927), hacía del tiempo, la esencia del existir, de la vida; la nada formaba parte de la existencia; el hombre se definía como un ser temporal sólo seguro de su propia muerte.
Aun hostiles por definición a ese tipo de especulación metafísica, la filosofía analítica anglosajona (Russell, Wittgenstein) y el positivismo lógico del círculo de Viena (Schlick, Carnap), corrientes filosóficas cristalizadas en los años veinte y treinta, no ofrecían respuestas más tranquilizadoras. Al contrario, al fundamentarse en la idea de que las únicas proposiciones significativas eran las verificables empíricamente -como resumió Ayer en Lenguaje, verdad y lógica (1936)-, negaban que fuera posible hablar significativamente de cuestiones religiosas y éticas, probablemente las que más podían interesar a la sociedad en una época de evidente crisis moral y política y de ruptura de la convivencia civil. En los años treinta, finalmente, Picasso había incorporado a su obra, sobre todo a su obra gráfica, una serie de figuras simbólicas (minotauros, caballos heridos, toros) de expresión distorsionada y violenta que parecerían reflejar la propia violencia contemporánea, un tipo de análisis que Picasso culminaría en el Guernica (1937). En sus cuadros de calles, lugares y habitaciones vacías, de hombres y mujeres ensimismados y solitarios, el norteamericano Edward Hopper pintó, por su parte, el sentimiento de soledad y melancolía que definían la existencia del hombre moderno.
No puede sorprender, por tanto, que muchas gentes tuvieran la impresión, como dijo Ortega en 1923, de que sus vidas se veían invadidas por el caos. Para algunos intelectuales -T. S. Eliot, Valéry, Spengler, el propio Ortega-, la crisis era consecuencia del declinar de la cultura, provocada por la irrupción de las masas en la historia, un hecho originado a lo largo del siglo XIX pero precipitado en los años de la posguerra. En La traición de los intelectuales (1927), Julien Benda argumentó que la responsabilidad de la crisis correspondía en primer lugar a los intelectuales, que habrían renunciado a su papel secular -labor científica y teórica puramente desinteresada- por el juego de las pasiones políticas. Para Ortega, que dedicó a la cuestión su libro internacionalmente más difundido, La rebelión de las masas (1930), no se trataba de que los intelectuales hubiesen renunciado a su misión de liderazgo moral, sino que los cambios sociales ocurridos a lo largo del siglo XIX y principios del XX habían provocado, junto con una espectacular mejora del nivel de vida de las masas, la aparición de un tipo social nuevo, el hombre masa, que dominaba desde entonces la vida política y la vida social. La vulgaridad intelectual -era su conclusión- imperaba sobre la vida pública. Europa, para Ortega, se había quedado sin moral, sin proyecto ni programa de vida.
La interpretación de Freud, que no escapó a esa preocupación por la crisis de la sociedad occidental, era muy distinta. En El futuro de una ilusión (1927) y El malestar de la cultura (1930), libros rigurosamente contemporáneos de los de Benda y Ortega, apuntaba la posibilidad de que la cultura occidental, y la humanidad en general, padeciesen de una especie de neurosis colectiva como consecuencia de las mismas restricciones a la felicidad que toda la civilización se impone en beneficio de su propia seguridad. En el primero de los libros citados, Freud se preguntaba si el abandono de las creencias religiosas no sería, pese a su carácter liberador, más perturbador que lo que había sido su imposición; y en el segundo, si los instintos de agresión y autodestrucción de la humanidad no acabarían imponiéndose a los instintos afectivos y sexuales. Freud creía -y sin duda la experiencia de la guerra del 14 debió tener mucho que ver en ello- que la civilización occidental poseía ya los medios suficientes para exterminar hasta el último hombre; y veía en ello una buena parte de la agitación, infelicidad y angustia de los hombres de su tiempo.
Algunos historiadores, finalmente, expusieron también su visión de la crisis. Entre 1934 y 1939, aparecieron los primeros seis volúmenes del gigantesco Estudio de la historia del historiador inglés Arnold J. Toynbee (1889-1975). Estaban igualmente impregnados de un profundo pesimismo. Su idea, que en parte recordaba a Spengler, era que las civilizaciones seguían inevitablemente un proceso deformación, crecimiento y decadencia, que se producía cuando -como ocurría en Europa- desaparecían el poder creador de las minorías y la sumisión de las mayorías, y se quebraba la unidad básica de la sociedad. El historiador francés Élie Halévy, a cuyas ideas ya se ha hecho referencia en más de una ocasión en capítulos anteriores, partía de una visión menos metafísica de la historia. Pero su pesimismo no era menor. Así, en las conferencias que pronunció en Oxford en 1926, y que se publicaron como libro en 1938, argumentó que como consecuencia del aumento del poder del Estado y de la extensión de las ideas socialistas y nacionalistas provocada por la guerra, el mundo había entrado definitivamente en "la era de las tiranías".